«Poco, mas bueno: este es el deber de todo quien hable en público»

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La celeridad de la vida contemporánea, aquella prontitud que nos exige el ámbito laboral y las expectativas de gratificación inmediata del consumidor actual son parte de nuestro diario vivir. [salvedad: esto de cuarentenar debido al Coronavirus nos ha brindado un desacelere que invita a la reflexión, si tenemos el lujo de no tener preocupaciones apremiantes e inmediatas en torno al contagio o el ingreso a fin de mes.]

El hecho mismo de estar conscientes del desenfreno en la vida contemporánea nos puede llevar a sobrestimar la paciencia de nuestros antepasados, recientes o remotos ante un texto o su capacidad de embeleso al escuchar una larga alocución. Sin embargo, ellos también tenían sus límites.

Una columna de opinión titulada “Poko, ma bueno” en La época, el principal diario sefardí de Salónica precisamente aboga por textos y discursos breves pero con altura, cuyo propósito sea enganchar e edificar al oyente y no alimentar la vanidad del autor o locutor. Es así que podemos entender la consigna «poco pero de buena calidad» no como un postulado contemporáneo de mercadeo en esta, la era de los 280 caracteres, sino más bien como una apreciación añeja sobre la valoración de lo sucinto en la comunicación humana.

Esta columna de opinión, ácida y a su vez afectuosa,  nos ofrece vistazos entre líneas sobre las particularidades de la sociedad sefardí salonicense, en pleno proceso de cambio decimonónico. A su vez, en estas viñetas podemos nosotros mismo vernos retratados en el humor, en los dilemas y en la brecha entre la realidad y los ideales proferidos.

Son varias las categorías temáticas presentes en esta columna, las cuales, siempre con humor y picardía, arrojan luz sobre la fascinante vida cotidiana y la espinosa problemática social que los estudios académicos tienden a pasar de largo, tal como la violencia doméstica. También llaman la atención las novedosas reuniones de las sociedades filantrópicas, un espacio entre lo laico y lo religioso, vistas por el columnista como un elemento loable del shabbat salonicense, no por ello eximidas de la picante crítica editorial.

En cuanto al sábado (o el shabbat), la piedad y la devoción absoluta hacia los preceptos o las mitzvot de los antepasados ha sido una narrativa tradicional interna, apuntalada en textos sagrados judíos que han también trastocado las narrativas históricas a nivel comunitario (mas no académicas).  Las anteriormente mencionadas reuniones filantrópicas son tan solo un pequeñísimo ejemplo de cómo la narrativa identitaria no debe tomarse como registro histórico de lo acontecido. A su vez tampoco debe entenderse el incumplimiento o quebrantamiento de la ley como una manifestación de laicismo, puesto que el mundo entero, incluyendo las sociedades judías, vivía en un mundo regido por mentalidades religiosas hasta e incluso en el siglo XIX.

En Salónica del siglo XVIII , el incumplimiento de las leyes del shabat generaba una desaprobación contundente e incluso podía acarrear penalidades por parte de las autoridades rabínicas, quienes estaban al mando de la comunidad, junto con un pequeño puñado de notables. Pero era parte de la realidad social pero no por ello debe tildarse a la población como secular.

 Un cambio que sin duda trastocó las dinámicas de poder fue la autoridad y el poder comunitario fue la pérdida del monopolio que hasta entonces habían tenidos las figuras religiosas. A partir del siglo XIX se bifurcó el poder y vino a compartirse con los “hombres de ciencia».  Estos últimos eran individuos señeros con educación científica y a su vez instruidos y comprometidos con una construcción de sociedad anclada en una visión positivista. 

Estos cambios en el liderazgo, tanto en las asambleas como a nivel social, llevaron a una ampliación en los comportamientos que se consideraban admisibles e incluso deseables en el shabbat. Algunas conductas que en el siglo XVIII hubiese acarreado censura pasaron a ser admisibles; otras, con el aburguesamiento del discurso, fueron del todo innovadores.

Más allá de lo estrictamente religioso, las actividades deportivas, especialmente el fútbol o balonpié, tomaron protagonismo. También las conferencias sobre temas contemporáneos no religiosos, y las reuniones en torno a clubes y sociedades de caridad. Todas estas actividades fueron parte del shabat moderno del fin de siglo en Salónica, una dimensión señera de esta sociedad. Sin embargo, las actividades mercantiles y la compra venta continuaron siendo castigadas con el desapruebo social (lo cual, aunque mínimas, no se ausentaban del todo).

Sin embargo, dado que la gran parte del liderazgo comunitario era aburguesado y de visión positivista, sus juicios quedan plasmados en la crítica hacia los hábitos de los judíos más humildes, quienes constituían la mayor parte de la población. Como veremos a continuación, estos tampoco necesariamente cumplían el shabbat al pie de la letra, pero sus actividades públicas atraían la fuerte crítica moral del editor.

[El resto de la entrada es un híbrido, una adaptación entre la transcripción y traducción (principalmente la anterior) del ladino al español de una gran parte del texto original, pero no su totalidad. No me ciño, ni pretendo hacerlo, a pautas académicas sobre la traducción o transcripción. Es, sencillamente, mi versión ad hoc (y a la espera de pulido)  aun con sus fallas, que igual espero brinde al lector de habla hispana algo del “sabor” del idioma de los judíos de ascendencia ibérica.]

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A falta de matzá, papas.

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Matzá y patatas, La época, 31 de marzo, 1905

El diario en ladino (judeo-español) más importante de la ciudad de Salónica reportaba en su primera página una escarpada alza en el precio de la matzá en el transcurso festividad de Pésaj de 1905, tendencia que ya se registraba en años anteriores. En busca de soluciones, el diario vuelca su atención sobre la papa.  Este tubérculo, propone el diario, podría concebirse como solución alimentaria para reducir las dificultadas económicas acarreadas por el alza de la matzá sin infringir el cumplimiento de los preceptos religiosos de esta festividad.

Los altos costos de producción, incluyendo la falta de leña y otros insumos, eran los responsables de la crisis. En aquellos años, la matzá era fabricada en los molinos Allatini, pertenecientes a una adinerada familia de judíos italianos, quienes también se destacaban  por su liderazgo en la comunidad judía salonicense del periodo otomano tardío.

No está de más recordar que el impacto del tubérculo americano revolucionó por igual a los prontuarios culinarios de Europa y del Mediterráneo, incluyendo los de las poblaciones judías. Sin embargo, la acogida de la papa en la civilización judía no hubiese sido posible sin un acompañamiento jurídico que la declarase apta (kasher) para consumo general según las pautas dietéticas del judaísmo (kashrut) y en particular ante las normas dietéticas aún más exigentes que acarrea la festividad de Pésaj.

Aquí van unos apartes en un “español enladinado” que no pretende ser transcripción ni traducción formal del judeo español al español. Es, simple y llanamente, mi adaptación del texto a “guiso o híbrido idiomático” que espero brinde al lector de habla hispana algo del “sabor” del idioma de los judíos de ascendencia ibérica.

Sin más, volvamos a la carestía y a los altos precios de la matzá….

“Qué se hace? Se demanda el hombre de familia media [de estrato medio]. Cara cuesta [la matzá], cara la debemos mercar. Pero que a lo menos el pobre no sufra. El concilio [el ejecutivo de la comunidad judía] detiene bastante matza para contentar a los pobres más necesitados. Que los que sean encargados de repartir abran bien los ojos y no den un pan más al que ya tiene la bota llena. Y muchos que no se avergüenzan de ira  demandar, a supliar y a llorar para tomar doce okas de matza….ellos se dirigen a un amigo fulano o sistrano y obteiene sin merecerlo la parte que debía de llegar al verdadero pobre que muchas veces no sabe demandar que la repartición se haga con justicia y fidelidad, esto es lo que (se) demanda ….”

“Pero mi idea en escribir este artículo no es de criticar a ninguno. Quiero dar un consejo a todos los que son (en)cargados de familia y para los cuales las cinco okas de matzá no representan una economía de alguna importancia. El consejo no es nuevo: cada año aquí y en todos los periódicos israelitas de oriente los lectores lo ven ampliamente diseminado pero pocos son los que toman provecho de él porque ordinariamente pocos son los que saben tomar provecho….”

«Queremos hablar de la patata empleada junto y en lugar de la matzá. Ya es sabido que poblaciones enteras en muchas partes del mundo se mantienen solamente con patatas. Esta legumbre se puede preparar de mil maneras y cuando se come con la carne es muy saludable y muy sustanciosos. Con el precio de una oka de matzá se puede mercar cinco okas de patatas y si esta última no hace el efecto del pan levado, ell puede ser a preferir a el pan ke no es levado. Endemás, ella [se] digiere muy presto. Aquí es menester de mostrar como la patata se puede utilizar como parte de las comidas que nuestras mujeres ya saben guisar con ellas. Que nuestros lectores nos excusen si nos permitimos de entrar en algunos detalles de cocina que nos parecen ser un poco de ayuda a las madres de familia…”

La papá, como bien se conoce, fue crucial para el crecimiento demográfico y el sustento de la población europea a finales del siglo XVIII y principios del XIX, momento en el cual su cultivo y su consumo se afianzaron. A su vez, la tragedia de la hambruna irlandesa resaltó los peligros de una agricultura mal manejada y la avaricia económica de los poderes políticos irrestrictos (en este caso, los ingleses y su voracidad colonialista).  Por su parte, esta pequeña reseña en la prensa judía otomana también apunta a la importancia de la papa en la civilización judía pero que se distingue por haber tenido aspectos jurídicos y culturales diferentes de las poblaciones aledañas . Todas estas facetas ameritan miramientos más enjundiosos (no me cabe duda de que la explosión demográfica de la población ashenazí de europa oriental en el siglo XIX, como la del resto de europa, estuvo íntimamente ligada a la proliferación del tubérculo). De cierre, ligero y llano, podríamos decir que en la primavera salonicense de 1905 el autor de esta nota proponía que al mal tiempo, buena papa.

El Café de los Turcos

El Café de los Turcos abrió sus puertas en Santiago de Cali a comienzos de la década del cuarenta, en la Carrera séptima. Diez años más tarde se trasladó a su ubicación más perdurable, el local de la Avenida cuarta norte. Oficialmente se llamaba Café Bolívar (Bolívar era el nombre del edificio), pero adquirió el mote del Café de los turcos ya que sus propietarios y muchos de los primeros comensales fueron inmigrantes del Líbano y del Levante mediterráneo.

El lugar cobró gran popularidad y rápidamente se convirtió en un referente para darse cita en Cali. Así lo recuerdan unas entrañables memorias, mecanografiadas en dos hojas que hace casi veinte años me fueron amablemente suministradas por allegados colombo-libaneses:

«Se llama[aba] Café Bolívar, pero debido a la clientela libanesa y el arrastre de los comerciantes del ramo de los textiles y de otras actividades, así como el atractivo de los menúes al estilo de la comida árabe, las citas en la ciudad, en gran cantidad de casos, se hacían en el Café de los turcos, pues el establecimiento tomó fama, y hasta cuando alguien se olvidaba de dar la dirección al taxista únicamente bastaba que dijera «al café de los turcos» y allá llegaba…»

No es coincidencia que este y otros espacios caleños del mismo talante, como el conocido Café tabú, hayan surgido en las décadas del cuarenta y del cincuenta. Para entonces, Cali empezaba a cosechar los réditos de su ubicación geopolítica.

El océano Atlántico había sido por siglos el eje de la economía global pero el Pacífico empezó a tomar ventaja hacia finales del siglo XIX.  Este viraje se aceleró con la apertura del Canal de Panamá en 1914  y ya para la década de 1950 el océano Pacífico había consolidado su dominio. Si bien ese dramático vuelco menoscabó la primacía portuaria y económica de Barranquilla y el Caribe colombiano, no cabe duda de que impulsó el despegue económico de Cali y del Valle del Cauca.

Entre 1938 y 1951, Cali registró las tasas más altas de crecimiento demográfico entre las principales ciudades del país. Esta tendencia fue el motor y refracción del raudo dinamismo en la creación de industria, comercio e infraestructura a lo largo de los años cincuenta y sesenta; hubo una expansión en servicios públicos, se construyeron nuevas carreteras y se levantaron instalaciones deportivas.  Junto a estas disposiciones, también se gestionaron importantes iniciativas culturales y educativas; entre ellas, una ampliación de los programas académicos en la Universidad del Valle (especialmente en torno a la agricultura), el surgimiento del Museo de Arte Moderno La Tertulia, y la aparición en 1950 del periódico líder en la región, El País.

Establecimientos como El café de los turcos o El café tabú nutrieron y fue producto en la construcción de la cultura urbana caleña de mediados del siglo xx, tal como lo fueron las tavernas y los cafés en el panorama social y cultural mundial de la modernidad y la temprana modernidad.  Los cafés y sus semejantes, al no pertenecer al ámbito doméstico ni al laboral, han sido denominados espacios terciarios. En ellos, diferentes modalidades de sociabilidad han sido aprendidas y emprendidas por el ciudadano de a pie en busca de la distracción o desahogo de las preocupaciones en su diario acontecer; en los cafés se pueden dejar correr las horas en torno a una bebida o un refrigerio, en el anonimato y/o con conversación ligera, vincularse en tertulias intelectuales y también dejarse embelesar por juegos de mesa.

Además, como lo recordamos quienes crecimos en la era antes del internet, los cafés siempre se destacaron como portales de acceso a un nutrido repertorio de material impreso, fuese la edición del periódico dejada en una mesa por un comensal previo o la selección de prensa, colgada de un perchero especial o apilada en una repisa, que mantenía el negocio como atractivo para sus clientes.

Los cafés, a lo largo de la Edad Moderna, han fungido como centros para el acopio, articulación y diseminación de información oral y escrita. La conversación culta y reflexiva en estos recintos ha sido y sigue siendo el combustible para el andamiaje intelectual de una ciudad.

Muchos estudios literarios y sociales, a partir de la obra del sociólogo alemán Jürgen Habermas, han constatado el vínculo entre el espacio del café y el desarrollo de los discursos políticos y culturales de la modernidad. Como rememoró Luis Eduardo Martínez, periodista radial que frecuentó el Café Tabú en Cali por más de tres décadas: «¿Sabés qué creo? Que en el Tabú, más que de política, de lo que se hablaba realmente era del poder».

A su vez, el esparcimiento, especialmente lo lúdico, avivaba o consolidaba vínculos de confianza y solidaridad. Así lo recuerda nuestro veterano (cuya identidad desconozco) del Café de los turcos:

«Por las tardes, antes de ir a la casa, casi ninguno de los clientes del Café dejaba de pasar por allí a saborear el tinto al gusto, animado por la charla y comentarios de las experiencias del día. Ya casi entrada la noche, entre tinto y tino y las conversaciones pausadas y voces alegres, se dejaba oír el golpeteo festivo de los dados y el deslizar de las fichas del taule [backgammon] entre la admiración y el escape de los ¡ah…! de los patos o admiradores apostados en rededor de los jugadores: risas y comentarios hechos en voz baja y hasta cruzando pequeñas apuestas. Poco a poco desfilaban a sus hogares y obligaciones sociales…»

La tarea de indagar y trazar la trayectoria histórica del Café como espacio terciario en la ciudad de Cali aguarda una investigación. Entre tanto, el periodista cultural Mario Jursich y el historiador Alfredo Barón Leal nos ofrecen perspectivas en torno al desarrollo de la cultura cafetera en Bogotá que podrían servir como punto de partida. Es bien sabido que la creciente importancia del cultivo y la exportación del café a finales del siglo xix propició los hábitos de consumo santafereños, desplazando la primacía del chocolate caliente y cercenando la incipiente popularidad del té, bebida entonces en boga entre los sectores económicos holgados.

En cuanto a la comercialización y la venta de la bebida en sí, Jursich y Barón anotan que el fenómeno tuvo sus inicios en casonas coloniales. En estos espacios amplios y sencillos se ofrecía el café como un servicio complementario a otras funciones principales, tales como la organización de banquetes, provisión de hospedaje o lavandería. Estos múltiples servicios dieron lugar a que se generara una amplia y curiosa gama de establecimientos comerciales con funciones híbridas que se reflejan en sus nombres, tales como el café-restaurante y el café-billar, entre otros, que también salpicaron la panorámica caleña. A estas tendencias comerciales se aunó la llegada del café aburguesado, en los albores del siglo xx, institución que ponía empeño y esmero en la decoración y la arquitectura del recinto para lograr ambientes que atrajesen a cierto tipo de clientela.

Gabriel García Márquez (GGM) retrató con viveza pequeñas anécdotas y observaciones sobre la cultura cafetera en el centro de Bogotá, antes de que la violencia del Bogotazo la segara el 9 de abril de 1948:

«La institución distintiva de Bogotá eran los cafés del centro, en los que tarde o temprano confluía la vida de todo el país. Cada uno disfrutó en su momento de una especialidad —política, literaria, financiera—, de modo que gran parte de la historia de Colombia en aquellos años tuvo alguna relación con ellos. Cada quien tenía su favorito como una señal infalible de su identidad…»

Asimismo, GGM esbozó los ambientes en los cafés de Barranquilla, especialmente el de su muy frecuentado Café Japy. Además de ser un punto de encuentro para él y sus amistadas, este café también servía al autor y a sus allegados como una especie de salón multiuso ­personal «para visitas, oficina, negocios, entrevistas, y como un lugar fácil para encontrarnos».

GGM también ha señalado el encanto, particularidad e idiosincrasia con que han estado revestidos los espacios terciarios. El Café de los turcos no fue la excepción. Ha tenido, especialmente en su principio, un cariz levantino y fue un ágora para inmigrantes del este mediterráneo, especialmente los árabes cristianos y los judíos. Así lo registra el recuerdo del autor (quizá algún lector pueda identifcarlo):

«Naturalmente, el lugar se convirtió en una especie de club de personas de nacionalidades y costumbres y credos muy heterogéneos, lo cual confirma aquello del factor civilizador de las actividades del comercio: libaneses y hebreos de habla árabe y colombianos acudían al lugar para charlar de los temas más variados, algunas cosas de orden comercial, en medio del humo de los cigarrillos y tabacos…»

Los cafés en el mundo de los inmigrantes de ayer y de hoy proveen de un espacio cómodo y amable. En ellos se puede discurrir en idiomas, culturas y costumbres de origen sin prevención ni cautela alguna. Por más que Cali ofreciera oportunidades para los inmigrantes levantinos, los retos y los prejuicios no faltaban. El legado hispano-católico y latifundista de la región condicionaba a las élites caleñas a no siempre mirar con beneplácito a los inmigrantes ni a sus actividades comerciales, a las cuales se dedicaba una importante parte, si no la mayoría de ellos.

Pero el Café de los Turcos no debe concebirse solo como un punto de encuentro de inmigrantes, sino también como un espacio para la integración entre los advenedizos y la población local. Si bien el Café de los turcos adentraba a sus comensales en un nuevo entorno cultural, también ofreció a la población local una apertura, un resquicio por el cual era posible divisar mundos e imaginarios más allá del local y nacional: se escuchaban lenguas ignotas y se paladeaban nuevos sabores. En la Cali de entonces, por ejemplo, tener acceso a la comida árabe era insólito —dicho sea de paso, en Colombia se entiende como comida árabe a un común denominador gastronómico del Mediterráneo levantino; con matices, por supuesto, pero no abarca otros prontuarios culinarios árabes, tales como los norafricanos o los de Bagdad/Irak.

En el local en la Avenida cuarta se reunían artistas, estudiantes y escritores, lo cual en sí reflejaba el ensanchamiento de los sectores medios en Cali, especialmente aquellos que tendían a ser más de vanguardia e incluyentes. En la siguiente cita queda consignado el ambiente afable y hospitalario del Café de los turcos, que contrasta con el reparo y discernimiento que tenían los inmigrantes frente al elitismo de los clubes sociales en la ciudad:

«Ya no solo la clientela del antiguo café, ahora llegaron artistas de teatro y demás espectáculos, también estudiantes universitarios y profesionales, la terraza (andén amplio) fue colmada de mesas, con heterogeneidad de gente degustando platos tipo árabe y también de cocina criolla, alguno que otro grupo de festejo tomando medidamente algún licor o cerveza. Se puso de moda la cita: «Donde los turcos nos vemos», siendo que para pertenecer a este club comercial y social no era necesario comprar ninguna acción ni pagar cuotas; su función como centro socio-comercial era casi exclusiva: los mismos socios y contertulios.»

Las dos hojas mecanografiadas de recuerdos cierran con una observación recargada de nostalgia y melancolía:

«Para nosotros, ya viejos, no nos queda más que el recuerdo y la quimera de aquellas horas inolvidables, con estos recuerdos de aquellos típicos paisanos nuestros, que llenaban de alegría nuestras vidas y que hasta con lágrimas es de recordarlos. Voces de amigos que se perdieron con la lejanía en el tiempo y que aún perduran en nuestros oídos y agitan nuestros corazones; como ellos, como aquellos, tampoco nosotros podremos sobreponernos al recuerdo alegre de las viejas épocas, que, como se dice en árabe: tiempos viejos, que en el recuerdo y la memoria, siempre fueron mejores…»

El desalojo del Café de los turcos y la demolición del edificio Bolívar en el 2013 hubiesen sido un golpe duro para el escritor de las memorias, si aún viviese. Sin embargo, el traslado del Café de los turcos a su nueva ubicación ha dado paso a la revitalización del restaurante y a su función como entidad relevante en el panorama social y cultural de las nuevas generaciones en la ciudad.

Este café-restaurante ha sido parte integral de la memoria de dos generaciones que vieron a Cali consolidarse como ciudad. Sus locales fueron un patrimonio histórico y sería idóneo si la actual ubicación continuara promoviendo el espíritu cívico y el interés histórico urbano. En esta órbita, es indispensable destacar este recinto como símbolo y recordatorio de la llegada y los aportes de la pequeña ola de inmigración levantina que sembró raíces en el Valle del Cauca.

Nací y me crié en Cali, pero no creo haber estado o comido en el Café de los turcos más de un par de veces a lo largo de mi infancia y adolescencia en los años setenta y ochenta; sin embargo, siempre lo observaba desde la la ventanilla del carro en innumerables travesías de norte a sur y de sur a norte de la ciudad. En mi casa también se mencionaba el Café de los turcos con cierto afecto, ya que mis padres eran allegados de la familia de los propietarios, entre otros inmigrantes levantinos.

Por mi parte, con los años he venido a entender al Café de los Turcos como uno de los pocos referente públicos en Cali con el cual podía identificarme tanto como caleña como por ser nieta de inmigrantes judíos askenazíes y árabes cristianos e hija de una mamá criada en Bogotá y un papá criado en Barranquilla y Bucaramanga. Tanto el Café de los Turcos como mi casa fueron espacios de encuentro entre mundos, y al entreverarse el hummus, el tabuleh, y las hojas de parra con los aborrajados vallunos, los fríjoles, la yuca y los jugos de lulo y guanábana, también se fueron hilvanando nuevos imaginarios, afectos identitarios y narrativas de pertenencia.

Alfred Flechtheim: Portrait of a Vanished Europe

Alfred Flechtheim (1878–1937) was the premier gallerist of the Weimar Republic, standard-bearer of French modernism in Germany and one of the leading cultural figures and tastemakers of interwar Europe. He also ventured into experimental publishing, producing the wildly successful variety magazine Der Querschnitt. Flechtheim – as a Jew, a gay man and promoter of French modernism – was the emblematic “outsider as insider” of the Weimar Republic. Yet, until very recently, he had all but disappeared from the pages of history. Both the loss and revival of interest in his biography are undoubtedly connected to the contested realm of restitution in regard to stolen art during the Nazi era. Flechtheim’s life mirrors a vanished world that remains profoundly relevant to contemporary discussions about the meaning of Europeanness and the legacies of the Holocaust.

I first read about Alfred Flechtheim on the colorful website, Strange Flowers–highly unusual lives, which brings to life the verve of fin de siècle and interwar Europe through eclectic biographical, urban, and other cultural vignettes. I was immediately drawn to Alfred Flechtheim; his immense contributions and role in shaping 20th century European art and culture leaped right off the page.

A leading cultural figure and tastemaker of the times, Flechtheim was among a group of bourgeoisie underdogs, many of them Jewish, who played a pivotal role in transforming the aesthetics and the business practices of the European art world. Their endeavors came at the tail end of the entrepreneurial environment generated by the Impressionists but shortly before the onset of the litigious machinery and hyper-professionalization that came to define the art world in the mid 20th century.

In his lifetime,Flechtheim established a successful, eponymous enterprise, the Flechtheim Galleries and mounted over 150 art exhibits on a wide range of artists and movements. Above all, though, he was known as the leading promoter of French and Spanish modernism in the Weimar Republic. Yet he also established close personal and professional relationships with a number of important German artists, such as Karl Hofer and Hanz Bolz, and more notably, was the exclusive representative of George Grosz throughout much of the 1920s. Renown for his arduous work ethic as much as for his bonhomie, Flechtheim’s sharp aesthetic sensibilities and willingness to take risks also led to the creation of the tremendously successful Der Querschnitt, a mainstream cosmopolitan variety magazine with occasional homoerotic content.

Flechtheim mirrored the cultural effervescence and intellectual output of the Weimar Republic. As a Jew, a gay man, and promoter of French modernism, he was, to paraphrase Peter Gay, the consummate “outsider as insider”. Yet Flechtheim’s glittering accomplishments, like those of the Weimar Republic, were “out of proportion to the mere fourteen years of its life.”1 In fact, Flechtheim, like Weimar itself, was not simply the product or output of a discrete and bounded era, but rather the inheritor of  broader, older European cultural and intellectual ethos. As Peter Gay succinctly observed, just as “the Weimar style was older than the Weimar Republic, so was it larger than Germany.”2

Flechtheim was exemplary among the already circumscribed numbers of Weimar citizens who continued be dedicated to the “free international commerce of ideas,” an intellectual dynamism that characterized prewar Europe but which the Great War destroyed in Germany “for all but the most determined cosmopolitans.”3 The scope and breadth of this cosmopolitanism narrowed down further as the 1920s moved forward and the continental pendulum moved from creative effervescence toward chauvinist, exclusionary nationalism and totalitarianism.

Flechtheim, along with prominent (and lesser prominent) figures in the art world, such as Daniel Henry Kahnweiler, Paul Cassirer and Gertrude Stein, were Jews in the ethno-social sense of the word. Whether as dealers, patrons and artists, Jewish participation in the creation and the promotion of the modern European art world was wide-spread and disproportionate to their numbers. 4 By contrast, Jewish promotion of Jewish-specific art and Jewish art institutions paled in comparison. Insofar as German Jewish museums and their holdings were concerned, Nahum T. Gidal has noted that they “they remained at the level of small provincial collections, scarcely noticed by the Jewish patrons and collectors.”5

Yet, precisely because seminal Jewish figures in the 20th century art world tended to be thoroughly acculturated, irreligious and/or unaffiliated from communal Jewish institutions, most literature on 20th century art wrongly overlooks or casts aside the impact of Jewishness in shaping the trajectories, predilections and contributions of these individuals.   This dismissal ignores or fails to understand Jewishness as an ethno-social experience that carried profound implications in the late 19th and early 20th centuries insofar as sensibilities and self-awareness vis a vis gentile majorities. Equally important, Jewishness as an ethnicity determined access and barriers, formal and otherwise, to socio-cultural, political and economic resources and networks. Flechtheim, I believe, emphasized his markedly Ashkenazi features in photographic portraiture as both aesthetic proposal and as counter-aesthetic riposte to anti-Semitic degradation of Jewish facial features.

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Alfred Flechtheim: Figura fundamental de la cultura y el arte del siglo XX

Hace dos años me topé con una maravillosa bitácora virtual llamada Flores extrañas que por medio de reseñas biográficas coloridas e impactantes pone en evidencia el brío intelectual y artístico de la Europa de entreguerras. Entre ellas está la de Alfred Flechtheim, el galerista, mecenas y perito en arte moderno quien junto un puñado de congéneres tales como Paul Cassirer, Daniel-Henry Kahnweiler y Gertrude Stein jugaron un papel instrumental en la estética del arte del siglo xx. Flechteim, para precisar, fue el galerista insigne de la República de Weimar, un abanderado del arte francés y ante todo del cubismo en Alemania.

Me lancé con apetencia y presteza en busca de más información acerca de Flechtheim, convencida que toparía con al menos un par de libros o de jugosos artículos, pero me sorprendí al enfrentarme con una profunda oquedad bibliográfica. Salvo algunas excepciones proverbiales, solo logré ubicar escuetas referencias pasajeras en publicaciones académicas. Aunque son muchas las razones y los factores que determinan por qué ciertos temas o personalidades reciben más o menos atención por parte de los investigadores académicos, la falta de información con respecto a Flechtheim (y algunas otras personalidades) sin duda proviene en parte por la incomodidad que suscita abordar la polémica de la compraventa de las obras de arte robadas en la era nazi.

Hoy en día, distinguidos museos, galerías e individuos poseen obras de arte sabidas o sospechadas de procedencia ilegal. Para estas instituciones, la posibilidad de tener que compensar o regresar obras de arte a los herederos legítimos pone en juego billones de dólares. Por lo tanto, no es de sorprender que haya individuos, instituciones e incluso sectores gubernamentales sumamente reacios a fomentar la investigación o díscolos ante el suministro de información (vedando el acceso a archivos o incluso suprimiendo fuentes) sobre victimarios, colaboradores o víctimas del robo de obras de arte.

La figura de Flechtheim, como persona y símbolo, invita a conversar sobre la efervescencia artística de la Europa de anteguerra y entreguerras y a reflexionar sobre la inmensa pérdida  cultural que acarreó su persecución y muerte. No menos importante es la obligación que tenemos de enfrentar los incómodos fantasmas de la segunda guerra mundial que calan en el mundo del arte. La vida y obra de este gran mecenas despliega contundentemente la relación intrínseca, como hélice de adn, entre la política, la recuperación histórica y la memoria.

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