Alfred Flechtheim: Figura fundamental de la cultura y el arte del siglo XX

Atisbos póstumos

Laver
Dedicatoria de James Laver a Alfred Flechtheim

Durante su exilio en Londres, Flechtheim colaboró con James Laver, historiador y curador de arte en el Victoria y Albert Museum de Londres, en la elaboración de una publicación titulada La pintura francesa y el siglo xix. Este libro, basado en una exhibición de arte, fue póstumamente dedicado a la memoria de Flechtheim. En la dedicatoria se lo describe como maestro del arte y mecenas cuyo entusiasmo animó a los involucrados en la producción del libro en cuestión.

La pintura francesa… incluía el anteriormente mencionado ensayo de Flechtheim acerca de las culturas nacionales y su relación con el arte. Al cierre de su ensayo, cita al artista J. B. Manson, quien declara que el gran arte «ofrece un punto de encuentro común, y transciende todas esas consideraciones de imperialismo y política que son la causa de conflicto internacional y mala voluntad». Esta sencilla declaración, a nuestros ojos un poco inocente y de anticuado discurso político, adquiere un carácter sumamente conmovedor al considerar el trasfondo personal de Flechtheim y el del liberalismo europeo, ambos desmoronándose ante los azotes del totalitarismo. Estas palabras son tanto declaración de convicción personal como ofrenda, una pequeña plegaria secular de esperanza ante el cataclismo a punto de desencadenarse en Europa.

La pérdida de Flechtheim: lo que Europa quiso ser y no fue

Flechtheim y su entorno artístico encarnaban la pujanza y el brío de la Europa en períodos de ante y entreguerras. Tal era el caudal creativo europeo que, a pesar de la marejada violenta y catastróficamente destructiva de la primera guerra mundial, logró rebrotar con fruto abundante durante el período de entreguerras. Pero no había caudal creativo, ni fuerza humana, ni sobrehumana capaz de sobreponerse a la segunda guerra mundial, una hecatombe casi sucesiva (tan solo veinte años de por medio) y aún más sangrienta y avasalladora.

Ambas guerras cobraron la vida a más de noventa millones de seres humanos (militares y civiles) y dejaron físicamente lisiados y emocionalmente trastornados a otros millones más. (Como es sabido, el régimen nazi y sus colaboradores exterminaron a dos tercios de las milenarias poblaciones judeo-europeas, lo que corresponde a un tercio de la población judía mundial.)

Las marejadas de violencia también propinaron devastaciones ecológicas e irreparables pérdidas del acervo cultural europeo. Rara vez se discute la víctima ecológica en los miramientos históricos, pero vastos territorios europeos quedaron deforestados, esquilmados y/o yermos a raíz de la toxicidad  y efecto destructivo del armamento en su forcejeo con el medioambiente europeo. De manera igualmente espeluznante, las dos guerras mundiales, y especialmente la segunda, inmolaron partes importantes del patrimonio cultural europeo —obras de arte, instrumentos musicales y composiciones, bibliotecas enteras, arsenales de documentación social y un sinnúmero de alhajas arquitectónicas—. En suma, la implosión europea del siglo xx implicó alteraciones en los tejidos sociodemográficos y patrimoniales fundamentales.

Una de las secuelas más dramáticas es el disminuido, incluso podríamos decir rancio, estado de la producción intelectual, literaria y artística europea contemporánea, en comparación con apenas un siglo atrás.  Este escueto estado de cosas fue atinadamente descrito por el escritor colombiano Santiago Gamboa, en una reciente entrevista, al observar que «[Europa es un] museo al que le falta un poco de sangre en las venas, porque está anquilosado».

Hurtos y secuelas en el robo de obras de arte

En más de una ocasión me he preguntado qué hubiese sido de Flechtheim, su vida, sus galerías, y percepción y contribución al arte, más allá de y en respuesta a los horrores de la segunda guerra mundial. Su supervivencia habría sido factible, tanto por su edad —tenía 58 años al fallecer— como por el hecho de que residía en Inglaterra, de la que en retrospectiva sabemos no estuvo sujeta a una invasión nazi ni tampoco deportó a su población judía. Flechtheim fácilmente habría podido cumplir los 70, 80 o incluso 90 años en 1948, 1958 y 1968, respectivamente.

Sin duda, habría suministrado información, testimonio e inventario acerca del robo y saqueo de sus Galerías, su colección personal de arte y otros bienes. Además, su vasto conocimiento de las personalidades, instituciones e ires y venires del arte moderno también serían invaluables para esclarecer, establecer y verificar inventarios en cuestiones de apropiación y reapropiación de bienes materiales en la vorágine nazi.

Más precisamente, su testimonio habría retado los sesgados y engañosos recuentos ofrecidos por algunas personas involucradas en la compraventa de obras de arte robadas, tales como Karl Buchholz (1901-1992) y Curt Valentin (1902-1954). Desde finales de los años 20, Valentin había trabajado en la Galería Flechtheim de Berlín manejando asuntos de alto calibre, como la negociación de contratos, y también como coeditor de la anteriormente mencionada publicación Omnibus.

Pero en 1933, el año en que Flechtheim huyó y fue expropiado por los nazis, Valentin empezó a trabajar para Karl Buchholz, otro galerista berlinés (no judío) de renombre. Valentin emigró de Alemania en 1937 y se radicó en Nueva York donde, con ayuda de Buchholz, abrió una galería de arte (epónimamente llamada Buchholz). Pero aun antes de partir, Valentin había recibido autorización nazi para la compraventa de obras de arte robadas, por fuera del Reich, desde 1936 (además, siendo cristiano de origen judío quedaba sujeto a persecución bajo las leyes nazirraciales y era conveniente que huyera de Alemania).

Buchholz, por su parte, gozaba de importantes conexiones con dos poderosos ministerios nazis, el de Propaganda y el de Relaciones Exteriores. Buchholz y Valentin jugaron papeles fundamentales no solo en la compraventa de obras de arte robadas, como allegados a Flechtheim seguramente también estuvieron muy al tanto de los lotes de arte que le fueron robados. La galería Buchholz-Valentin en Nueva York tenía dos fachadas, una delantera, más pública, y otra trasera, donde se manejaban las operaciones y ventas de obras de arte robadas.

Ya en el período de posguerra, en 1951, Valentin cambió el nombre de la Galería Buchholz por el de Galería Curt Valentin, y la manejó hasta su muerte en 1954.

Buchholz partió de Alemania en 1942; luego de un recorrido por Lisboa y Madrid se asentó en Bogotá (Colombia), donde en 1958 lanzó una librería-galería que gozó de gran éxito durante décadas. Hoy en día, el nombre Buchholz alude a libros y cultura entre los colombianos; es decir, goza de asociaciones positivas dentro del público. Sin embargo, la prensa y el medio impreso colombiano también han develado en la última década el pasado turbio de Buchholz, por medio de ensayos y artículos de investigación. Buchholz falleció en 1992, en Colombia, sin haber rendido cuentas jamás a nadie sobre su involucramiento y usufructo en las obras de arte robadas.

(El exaltado librero Karl Buchholz también emitía juicios desacertados y roñosos acerca de su nuevo ámbito. Un pariente cercano mío recuerda haber estado en la Librería Buchholz hace muchas décadas y atestiguó verlo desatarse en una perorata alborotada —delante de la empleada de servicio, quien trapeaba el piso en ese momento—, declamando que los colombianos eran «unos brutos» porque no compraban libros. Mi pariente le contestó a Buchholz, dura y secamente, que comparara el precio de sus libros con el salario mínimo, a ver si le parecía que la adquisición de libros estaba al alcance del colombiano promedio.)

Pero queda pendiente la pregunta: ¿Cómo calificar ética y moralmente a los mercaderes, compradores y otros cómplices y beneficiarios de obras de arte robadas? Desde hace unos veinte años se da un enérgico debate filosófico, legal y académico en torno a esta pregunta, ante la cual el historiador Jonathan Petropoulos ha propuesto el concepto de «área gris» para catalogar a cierto tipo de cómplices y colaboradores del régimen nazi (y no necesarimente simpatizantes), incluyendo a ciertos mercaderes de obras de arte.

Algunas personas han postulado perspectivas apologéticas arguyendo que gracias al amparo de los mercaderes de arte robado miles de obras fueron conservadas. No cabe duda de que el tráfico de obras de arte robadas contribuyó a la preservación de una parte del patrimonio cultural europeo, pero esto fue una salubre consecuencia colateral. El objetivo en sí del tráfico ilegal de arte no era salvaguardar el patrimonio cultural europeo. Es más, aun si este hubiera sido el caso, el telón sigiloso, de ocultación y mentiras continuó encubriendo, en la posguerra, todo lo relacionado con las obras de arte robadas. Karl Buchholz y Curt Valentin, por ejemplo, hablaron poco al respecto; al hacerlo, omitieron, escondieron o distorsionaron testimonios acerca de su pasado. A mi parecer, negarse a proveer testimonio e información en el período de posguerra es un agravante de culpabilidad. Si Flechtheim hubiese sobrevivido, sus testimonios e inventarios hubieran retado las narrativas de los traficantes de obras de arte robadas, tales como Buchholz y Valentin. Aun así, las declaraciones de Flechhteim seguramente hubiesen permanecido inertes hasta la década del 90, cuando más de cuarenta países acordaron convenios con el compromiso de investigar, procesar y esclarecer reclamos sobre las obras de arte robadas.

El procesamiento y resolución de estos ha sido lento, y nada satisfactorio, en parte porque muchos países no han acatado su compromiso judicial. Otro factor que ha impactado negativamente en estos procesos el la estrategia «arrastra pies» adoptada por los equipos legales de los acusados, tanto museos como individuos, para demorar y obstruir el proceso legal. Demorar el proceso legal, a veces aferrándose a tecnicismos absurdos, tiene como objetivo dejar que las prescripciones de estatutos caduquen los reclamos. (Las prescripciones de estatutos, a mi parecer, deberían anularse en lo que concierne al robo de bienes en la era nazi.)

Salvo algunas excepciones, los casos de robos de obras de arte tienden a desenvolverse sin cobertura mediática. Muchos son resueltos calladamente detrás del telón, antes de proceder formalmente a juicio. Los casos que sí salen a la luz pública tienden a involucrar pinturas o pintores de mucho renombre y de astronómico valor económico.

Un caso con amplia cobertura mediática que hasta ahora no ha podido ser resuelto satisfactoriamente involucra a los herederos del pintor George Grosz (quien, de paso, no era judío, ni lo es su familia).

El caso de restitución de obra de arte más afamado hasta la fecha, concierne al cuadro Adele Bloch Bauer I creado por Gustav Klimt. Esta pintura, que algunos llaman la Mona Lisa moderna, es un espléndido retrato de la mecenas de arte judeo-vienesa Adele Bloch Bauer. En el período de posguerra, este cuadro engalanó la galería vienesa Belvedere hasta que la heredera legítima de Adele Bloch Bauer, su sobrina Maria Altmann, entabló una batalla campal con las autoridades austríacas para recuperar el cuadro.

Altmann había empezado a indagar acerca de mecanismos legales viables desde los años 80, pero fue solo en 1998 cuando el caso cobró gran fuerza (dado el convenio internacional ya mencionado). Los procesos legales continuaron hasta el 2005, momento en que las autoridades vienesas, ante un juicio inminente, finalmente cedieron el cuadro a Altmann. Ella decidió vender el cuadro por la espectacular suma de 135 millones de dólares. Adele Bloch Bauer I hoy reside en el museo de arte moderno alemán y austríaco Neue Galerie, en la ciudad de Nueva York.

En cuanto a los reclamos de las pinturas y obras de arte pertenecientes a Flechtheim hay información disponible en internet. Considero prudente no discurrir acerca del tema en este espacio. Sin embargo, es importante anotar que el reciente descubrimiento de asombrosas cantidades de obras de arte en el apartamento de Cornelius Gurlitt, hijo de un mercader de obras de arte nazi, presagia acontecimientos, embrollos y reclamos en torno al tema.

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