El Café de los Turcos

El Café de los Turcos abrió sus puertas en Santiago de Cali a comienzos de la década del cuarenta, en la Carrera séptima. Diez años más tarde se trasladó a su ubicación más perdurable, el local de la Avenida cuarta norte. Oficialmente se llamaba Café Bolívar (Bolívar era el nombre del edificio), pero adquirió el mote del Café de los turcos ya que sus propietarios y muchos de los primeros comensales fueron inmigrantes del Líbano y del Levante mediterráneo.

El lugar cobró gran popularidad y rápidamente se convirtió en un referente para darse cita en Cali. Así lo recuerdan unas entrañables memorias, mecanografiadas en dos hojas que hace casi veinte años me fueron amablemente suministradas por allegados colombo-libaneses:

«Se llama[aba] Café Bolívar, pero debido a la clientela libanesa y el arrastre de los comerciantes del ramo de los textiles y de otras actividades, así como el atractivo de los menúes al estilo de la comida árabe, las citas en la ciudad, en gran cantidad de casos, se hacían en el Café de los turcos, pues el establecimiento tomó fama, y hasta cuando alguien se olvidaba de dar la dirección al taxista únicamente bastaba que dijera «al café de los turcos» y allá llegaba…»

No es coincidencia que este y otros espacios caleños del mismo talante, como el conocido Café tabú, hayan surgido en las décadas del cuarenta y del cincuenta. Para entonces, Cali empezaba a cosechar los réditos de su ubicación geopolítica.

El océano Atlántico había sido por siglos el eje de la economía global pero el Pacífico empezó a tomar ventaja hacia finales del siglo XIX.  Este viraje se aceleró con la apertura del Canal de Panamá en 1914  y ya para la década de 1950 el océano Pacífico había consolidado su dominio. Si bien ese dramático vuelco menoscabó la primacía portuaria y económica de Barranquilla y el Caribe colombiano, no cabe duda de que impulsó el despegue económico de Cali y del Valle del Cauca.

Entre 1938 y 1951, Cali registró las tasas más altas de crecimiento demográfico entre las principales ciudades del país. Esta tendencia fue el motor y refracción del raudo dinamismo en la creación de industria, comercio e infraestructura a lo largo de los años cincuenta y sesenta; hubo una expansión en servicios públicos, se construyeron nuevas carreteras y se levantaron instalaciones deportivas.  Junto a estas disposiciones, también se gestionaron importantes iniciativas culturales y educativas; entre ellas, una ampliación de los programas académicos en la Universidad del Valle (especialmente en torno a la agricultura), el surgimiento del Museo de Arte Moderno La Tertulia, y la aparición en 1950 del periódico líder en la región, El País.

Establecimientos como El café de los turcos o El café tabú nutrieron y fue producto en la construcción de la cultura urbana caleña de mediados del siglo xx, tal como lo fueron las tavernas y los cafés en el panorama social y cultural mundial de la modernidad y la temprana modernidad.  Los cafés y sus semejantes, al no pertenecer al ámbito doméstico ni al laboral, han sido denominados espacios terciarios. En ellos, diferentes modalidades de sociabilidad han sido aprendidas y emprendidas por el ciudadano de a pie en busca de la distracción o desahogo de las preocupaciones en su diario acontecer; en los cafés se pueden dejar correr las horas en torno a una bebida o un refrigerio, en el anonimato y/o con conversación ligera, vincularse en tertulias intelectuales y también dejarse embelesar por juegos de mesa.

Además, como lo recordamos quienes crecimos en la era antes del internet, los cafés siempre se destacaron como portales de acceso a un nutrido repertorio de material impreso, fuese la edición del periódico dejada en una mesa por un comensal previo o la selección de prensa, colgada de un perchero especial o apilada en una repisa, que mantenía el negocio como atractivo para sus clientes.

Los cafés, a lo largo de la Edad Moderna, han fungido como centros para el acopio, articulación y diseminación de información oral y escrita. La conversación culta y reflexiva en estos recintos ha sido y sigue siendo el combustible para el andamiaje intelectual de una ciudad.

Muchos estudios literarios y sociales, a partir de la obra del sociólogo alemán Jürgen Habermas, han constatado el vínculo entre el espacio del café y el desarrollo de los discursos políticos y culturales de la modernidad. Como rememoró Luis Eduardo Martínez, periodista radial que frecuentó el Café Tabú en Cali por más de tres décadas: «¿Sabés qué creo? Que en el Tabú, más que de política, de lo que se hablaba realmente era del poder».

A su vez, el esparcimiento, especialmente lo lúdico, avivaba o consolidaba vínculos de confianza y solidaridad. Así lo recuerda nuestro veterano (cuya identidad desconozco) del Café de los turcos:

«Por las tardes, antes de ir a la casa, casi ninguno de los clientes del Café dejaba de pasar por allí a saborear el tinto al gusto, animado por la charla y comentarios de las experiencias del día. Ya casi entrada la noche, entre tinto y tino y las conversaciones pausadas y voces alegres, se dejaba oír el golpeteo festivo de los dados y el deslizar de las fichas del taule [backgammon] entre la admiración y el escape de los ¡ah…! de los patos o admiradores apostados en rededor de los jugadores: risas y comentarios hechos en voz baja y hasta cruzando pequeñas apuestas. Poco a poco desfilaban a sus hogares y obligaciones sociales…»

La tarea de indagar y trazar la trayectoria histórica del Café como espacio terciario en la ciudad de Cali aguarda una investigación. Entre tanto, el periodista cultural Mario Jursich y el historiador Alfredo Barón Leal nos ofrecen perspectivas en torno al desarrollo de la cultura cafetera en Bogotá que podrían servir como punto de partida. Es bien sabido que la creciente importancia del cultivo y la exportación del café a finales del siglo xix propició los hábitos de consumo santafereños, desplazando la primacía del chocolate caliente y cercenando la incipiente popularidad del té, bebida entonces en boga entre los sectores económicos holgados.

En cuanto a la comercialización y la venta de la bebida en sí, Jursich y Barón anotan que el fenómeno tuvo sus inicios en casonas coloniales. En estos espacios amplios y sencillos se ofrecía el café como un servicio complementario a otras funciones principales, tales como la organización de banquetes, provisión de hospedaje o lavandería. Estos múltiples servicios dieron lugar a que se generara una amplia y curiosa gama de establecimientos comerciales con funciones híbridas que se reflejan en sus nombres, tales como el café-restaurante y el café-billar, entre otros, que también salpicaron la panorámica caleña. A estas tendencias comerciales se aunó la llegada del café aburguesado, en los albores del siglo xx, institución que ponía empeño y esmero en la decoración y la arquitectura del recinto para lograr ambientes que atrajesen a cierto tipo de clientela.

Gabriel García Márquez (GGM) retrató con viveza pequeñas anécdotas y observaciones sobre la cultura cafetera en el centro de Bogotá, antes de que la violencia del Bogotazo la segara el 9 de abril de 1948:

«La institución distintiva de Bogotá eran los cafés del centro, en los que tarde o temprano confluía la vida de todo el país. Cada uno disfrutó en su momento de una especialidad —política, literaria, financiera—, de modo que gran parte de la historia de Colombia en aquellos años tuvo alguna relación con ellos. Cada quien tenía su favorito como una señal infalible de su identidad…»

Asimismo, GGM esbozó los ambientes en los cafés de Barranquilla, especialmente el de su muy frecuentado Café Japy. Además de ser un punto de encuentro para él y sus amistadas, este café también servía al autor y a sus allegados como una especie de salón multiuso ­personal «para visitas, oficina, negocios, entrevistas, y como un lugar fácil para encontrarnos».

GGM también ha señalado el encanto, particularidad e idiosincrasia con que han estado revestidos los espacios terciarios. El Café de los turcos no fue la excepción. Ha tenido, especialmente en su principio, un cariz levantino y fue un ágora para inmigrantes del este mediterráneo, especialmente los árabes cristianos y los judíos. Así lo registra el recuerdo del autor (quizá algún lector pueda identifcarlo):

«Naturalmente, el lugar se convirtió en una especie de club de personas de nacionalidades y costumbres y credos muy heterogéneos, lo cual confirma aquello del factor civilizador de las actividades del comercio: libaneses y hebreos de habla árabe y colombianos acudían al lugar para charlar de los temas más variados, algunas cosas de orden comercial, en medio del humo de los cigarrillos y tabacos…»

Los cafés en el mundo de los inmigrantes de ayer y de hoy proveen de un espacio cómodo y amable. En ellos se puede discurrir en idiomas, culturas y costumbres de origen sin prevención ni cautela alguna. Por más que Cali ofreciera oportunidades para los inmigrantes levantinos, los retos y los prejuicios no faltaban. El legado hispano-católico y latifundista de la región condicionaba a las élites caleñas a no siempre mirar con beneplácito a los inmigrantes ni a sus actividades comerciales, a las cuales se dedicaba una importante parte, si no la mayoría de ellos.

Pero el Café de los Turcos no debe concebirse solo como un punto de encuentro de inmigrantes, sino también como un espacio para la integración entre los advenedizos y la población local. Si bien el Café de los turcos adentraba a sus comensales en un nuevo entorno cultural, también ofreció a la población local una apertura, un resquicio por el cual era posible divisar mundos e imaginarios más allá del local y nacional: se escuchaban lenguas ignotas y se paladeaban nuevos sabores. En la Cali de entonces, por ejemplo, tener acceso a la comida árabe era insólito —dicho sea de paso, en Colombia se entiende como comida árabe a un común denominador gastronómico del Mediterráneo levantino; con matices, por supuesto, pero no abarca otros prontuarios culinarios árabes, tales como los norafricanos o los de Bagdad/Irak.

En el local en la Avenida cuarta se reunían artistas, estudiantes y escritores, lo cual en sí reflejaba el ensanchamiento de los sectores medios en Cali, especialmente aquellos que tendían a ser más de vanguardia e incluyentes. En la siguiente cita queda consignado el ambiente afable y hospitalario del Café de los turcos, que contrasta con el reparo y discernimiento que tenían los inmigrantes frente al elitismo de los clubes sociales en la ciudad:

«Ya no solo la clientela del antiguo café, ahora llegaron artistas de teatro y demás espectáculos, también estudiantes universitarios y profesionales, la terraza (andén amplio) fue colmada de mesas, con heterogeneidad de gente degustando platos tipo árabe y también de cocina criolla, alguno que otro grupo de festejo tomando medidamente algún licor o cerveza. Se puso de moda la cita: «Donde los turcos nos vemos», siendo que para pertenecer a este club comercial y social no era necesario comprar ninguna acción ni pagar cuotas; su función como centro socio-comercial era casi exclusiva: los mismos socios y contertulios.»

Las dos hojas mecanografiadas de recuerdos cierran con una observación recargada de nostalgia y melancolía:

«Para nosotros, ya viejos, no nos queda más que el recuerdo y la quimera de aquellas horas inolvidables, con estos recuerdos de aquellos típicos paisanos nuestros, que llenaban de alegría nuestras vidas y que hasta con lágrimas es de recordarlos. Voces de amigos que se perdieron con la lejanía en el tiempo y que aún perduran en nuestros oídos y agitan nuestros corazones; como ellos, como aquellos, tampoco nosotros podremos sobreponernos al recuerdo alegre de las viejas épocas, que, como se dice en árabe: tiempos viejos, que en el recuerdo y la memoria, siempre fueron mejores…»

El desalojo del Café de los turcos y la demolición del edificio Bolívar en el 2013 hubiesen sido un golpe duro para el escritor de las memorias, si aún viviese. Sin embargo, el traslado del Café de los turcos a su nueva ubicación ha dado paso a la revitalización del restaurante y a su función como entidad relevante en el panorama social y cultural de las nuevas generaciones en la ciudad.

Este café-restaurante ha sido parte integral de la memoria de dos generaciones que vieron a Cali consolidarse como ciudad. Sus locales fueron un patrimonio histórico y sería idóneo si la actual ubicación continuara promoviendo el espíritu cívico y el interés histórico urbano. En esta órbita, es indispensable destacar este recinto como símbolo y recordatorio de la llegada y los aportes de la pequeña ola de inmigración levantina que sembró raíces en el Valle del Cauca.

Nací y me crié en Cali, pero no creo haber estado o comido en el Café de los turcos más de un par de veces a lo largo de mi infancia y adolescencia en los años setenta y ochenta; sin embargo, siempre lo observaba desde la la ventanilla del carro en innumerables travesías de norte a sur y de sur a norte de la ciudad. En mi casa también se mencionaba el Café de los turcos con cierto afecto, ya que mis padres eran allegados de la familia de los propietarios, entre otros inmigrantes levantinos.

Por mi parte, con los años he venido a entender al Café de los Turcos como uno de los pocos referente públicos en Cali con el cual podía identificarme tanto como caleña como por ser nieta de inmigrantes judíos askenazíes y árabes cristianos e hija de una mamá criada en Bogotá y un papá criado en Barranquilla y Bucaramanga. Tanto el Café de los Turcos como mi casa fueron espacios de encuentro entre mundos, y al entreverarse el hummus, el tabuleh, y las hojas de parra con los aborrajados vallunos, los fríjoles, la yuca y los jugos de lulo y guanábana, también se fueron hilvanando nuevos imaginarios, afectos identitarios y narrativas de pertenencia.

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